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domingo, 27 de enero de 2013

A la sombra de mi vida, Florence Cassez



A la sombra de mi vida

Florence Cassez


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   México por Florence Cassez

Esas y colores donde me sentí a gusto enseguida, porque aquí hay una libertad que te hace creer que todo es posible, que uno puede tener un lugar con poco trabajo. Mientras bajamos del coche de la AFI para entrar en el enorme edificio de la SIEDO, miro a la gente que, apresurada, se dirige hacia su trabajo o se ocupa de sus quehaceres cotidianos sin notar lo que está pasando, sin siquiera voltear.
9 de diciembre de 2005
El sol salió hace ya varias horas. Es el segundo día de mi pesadilla. Hace menos de un día que todo esto empezó, que me quitaron mi vida al grado que ya ni siquiera sé si todavía tengo mi empleo en el hotel o si alguien me está buscando.
Cuando bajo del coche para entrar a las oficinas de la SIEDO, las cámaras todavía están ahí. Estoy esposada, me maltratan, es como si fuera otra persona: una criminal, tratada a la mexicana, con la brutalidad y el caos que comparten la Policía y los periodistas.
Estamos en el corazón de la Ciudad de México, donde, como todas las mañanas, la relativa calma de la noche se esfuma de repente por los sonidos de los cláxones, los gritos y las estridentes sirenas.
Si supieran cuánto quisiera estar en su lugar. ¡Hasta de los que se dirigen a una junta tediosa, que tienen una reunión desagradable o que tienen miedo de que les grite su jefe!
Me duelen los pies, estoy cansada, tengo frío y, sobre todo, tengo miedo. Por lo menos, no me van a matar. Ahora hay gente y me doy cuenta de que eso me tranquiliza un poco. La idea de que pudiesen haber hecho conmigo lo que quisieran, y que sin duda nadie se hubiera enterado, no me abandonó en toda la noche. Y, sin querer admitirlo, pensé en lo peor. Es como si hubiera luchado por enterrar esa idea terrorífica y que resurgía ahora que estoy más tranquila: no me van a matar.
Nunca me sentí tan lejos de mi hogar. Ni cuando comprendí que todo se había arruinado con Sebastien, ni con el arquitecto loco que tiraba a la cabeza de sus empleados todo lo que tenía cerca. Siempre creí en mí, siempre supe que tenía mi lugar en México. Pero ahora todo se me escapa, quisiera volver a mi casa. Estoy esposada, me empujan, se burlan de mí, siento que no valgo nada para los que están aquí.
La puerta de una oficina oscura se cierra, estoy con tres policías que me sentaron brutalmente en una silla de metal. Y empieza de nuevo. Me hacen una vez más las mismas preguntas, siempre para saber lo que estaba haciendo ahí, por qué habíamos secuestrado a esas personas, cuánto nos pagaban, quiénes son nuestros cómplices y dónde están…
Ya no puedo más. Quiero decirles de nuevo que no sabía nada, que no entiendo nada de todo esto, que soy inocente, pero no lo puedo evitar… grito.
Me altero, me enfado, un enfado que no controlo, que sale al mismo tiempo que mis lágrimas. Y quiero levantarme de la silla, pero unas manos firmes me sostienen y me mantienen sentada.
Pierdo la voz, estoy tan desconcertada que no puedo seguir, ¡les provoco risa! Se ríen y se burlan, me doy cuenta de que para ellos soy culpable y que van a esperar todo el tiempo necesario para que les diga lo que quieren oír.
Ya no son los policías de la camioneta o los del coche, que me hablaban suavemente. Me doy cuenta de que son hombres más importantes. Hablan con más seguridad, con arrogancia, mirándome a los ojos para hacerme entender que ellos mandan, que no soy nada en esta habitación lúgubre. Y cuando llegan otros tres tipos para reemplazarlos una hora más tarde, es lo mismo. Me hablan como a una delincuente, y eso me paraliza.
- Entonces, al parecer, te gusta el café… Al parecer, te gustan los gatos…
No sé de dónde sacan eso, pero el tono que están usando no me gusta nada. Quieren hacerme comprender algo, pero no estoy en condiciones. Solo sé que me siento muy pequeña, perdida en medio de un sistema policial que no tiene buena reputación y que puede aplastarme a su antojo sin que yo pueda hacer nada. Y ya nadie muestra la mínima voluntad de querer ayudarme o, al menos, de ser amable.
- ¿Sabes?, puedes hablar. Israel lo confesó todo. Dijo que estabas con él, que él secuestró a esas personas y a otras y que tú lo ayudabas. Sabemos que eres culpable, y él nos lo confirma.
¡No puedo creerlo! Es más, no lo creo. ¿Por qué inventaría Israel todo eso? ¿Por qué contar cosas así? Porque lo golpearon, obviamente. Lo vi en muy mal estado. Sin embargo, no dudo ni un segundo. No les pudo haber dicho a estos tipos que secuestré a esa gente, no tiene sentido.
Sin duda, para dejarme darle vueltas a todo eso, me dejan sola un momento. Pero si creen que puedo pensar, ¡se equivocan! Me siento desarticulada, completamente abrumada por esta historia que me supera, y solo intuyo que todo esto se está volviendo más grave, que, a ojos de la Policía más poderosa del país, soy una criminal y que, sin duda, pasaré momentos muy duros. Terminarán por darse cuenta de su error, de eso no tengo duda, pero mientras tanto, ¿qué pasará conmigo?
Empiezo a hacerme una idea de lo que vendrá. Para empezar, en todos los pisos donde estuve, me hicieron pasar de un “cubo” a otro, especies de celdas con paredes metálicas, frías, sucias, inquietantes. Llega un médico. Pienso que es un médico porque lleva puesta una bata blanca. No se presenta, no me explica lo que me va a hacer, pero me da órdenes: “Desvístete”, “Date la vuelta”, “Vístete”…
Y ahora son jóvenes los que vienen, no sé qué hacen aquí. Parecen estudiantes, pero, ¿por qué pueden hacerme tantas preguntas sobre lo que hago, con quién vivo, cómo era mi vida? Son arrogantes, no entiendo y de todas maneras tengo la impresión de que no me escuchan. Solo están allí para gritarme, sigo sin comprender.
Creo que ya es de tarde. El hombre fuerte de bigotes que me había golpeado en el rancho está de vuelta. Es él quien me da más miedo. Y, sin embargo, esta vez está muy calmado, sentado en el escritorio, esbozando una pequeña sonrisa. Parece estar contento por lo que está pasando, y siento que no es nada bueno para mí. Me pregunta si conozco a Eduardo Margolis. ¿Qué debo contestarle? Claro que lo conozco, pero tiene tal reputación, que no sé si debo decir que lo conozco.
Una vez más, no tengo mucho tiempo para contestar. Los tres se ríen, se dicen cosas que no escucho y de repente se vuelven agresivos:
- ¡Te va a chingar Margolis!
Siento nuevamente un malestar. Como la noche anterior, quizás, cuando tenía miedo de morir. Pienso en lo que me había contado Sebastien sobre las amenazas de muerte contra él y sus dos hijos cuando se peleó definitivamente con su antiguo socio. Me acuerdo que Sebastien lo había tomado muy en serio, había tenido mucho miedo.
En la mesa, frente a mí, uno de los hombres tira tarjetas de presentación de cuando trabajaba para Sebastien. Llevan mi nombre, claro, y el logo de la empresa de material médico que tenía mi hermano con Eduardo Margolis.
En esos tiempos, Sebastien no desconfiaba. El otro había puesto dinero y parecía que los dos creían en su negocio. Pero conforme Sebastien fue conociendo a Margolis, se fue asustando. La imagen que se fue haciendo de ese tipo de mirada sombría rápidamente se fue deteriorando. Tenía relaciones ambiguas con la policía, y no lo ocultaba.
Un aire de corrupción flotaba en medio de todo eso y de sus otras actividades, de las cuales hablaba cada vez más abiertamente: protección de personalidades, blindaje de coches y también un negocio que se dedicaba justamente a la resolución de secuestros.
Decía que trabajaba con la Policía, pero eso aquí no significa mucho. En México todo el mundo sabe que hay policías que son cómplices de las pandillas para el tráfico de drogas o los secuestros. Ni siquiera nos sorprendimos cuando nos contaron que ellos mismos secuestran para hacer funcionar sus negocios.
Ahí fue cuando Sebastien se asustó. Margolis se reía, sin que supiéramos si era por lo increíble de la mentira o porque sentía que no lo podían tocar. Lo rodeaban muchas personas con facha de maleantes y eso le daba un aire de omnipotencia que él alimentaba de vez en cuando, jactándose de tener los favores de hombres de poder.
Cuando Sebastien quiso retirarse del negocio, todo se vino abajo. Margolis nunca quiso pagarle las acciones que le quería ceder. Al contrario, presionó a mi hermano para que firmara sin ninguna remuneración, y Sebastien terminó como en una mala película: su vida podrida por el miedo, aun cuando rechazaba la idea de que abusaran de él.


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